martes, 15 de junio de 2010
Extracto de la dialectica del iluminismo.
En un relato homérico se halla expresado el nexo entre mito, dominio y trabajo. El decimosegundo canto de la Odisea narra el paso ante las sirenas. La tentación que éstas representan es la de perderse en el pasado. Pero el héroe al que la tentación se dirige se ha convertido en adulto mediante el sufrimiento. En la variedad de los pequeños mortales en la cual ha debido conservarse se ha consolidado en él la unidad de la vida individual, la identidad de la persona. Como agua, tierra y aire, se escinden ante él los reinos del tiempo. La onda de aquello que fue refluye de la roca del presente, y el futuro se extiende nuboso en el horizonte. Lo que Odiseo ha dejado tras de sí entra en el reino de las sombras: el Sí se halla aún tan cercano al mito primordial, del cual ha salido con inmenso esfuerzo, que su mismo pasado, el pasado directamente vivido, se transforma en pasado mítico. Odiseo trata de remediar esto mediante un sólido ordenamiento del tiempo. El esquema tripartito debe liberar el instante presente de la potencia del pasado, manteniendo a éste tras el confín absoluto de lo irrecuperable, y poniéndolo, como saber utilizable, a disposición de la hora. El impulso de salvar el pasado como viviente, así como el de utilizarlo como materia del progreso, se satisfacía sólo en el arte, al que pertenece también la historia como representación de la vida pasada. En la medida en que el arte renuncia a valer como conocimiento, excluyéndose así de la praxis, es tolerado por la praxis social igual que el placer. Pero el canto de las sirenas no se halla aún degradado y reducido a puro arte. Ellas conocen "todo cuanto ocurre en la fértil tierra", (34) y en particular, las acciones en que también Odiseo tomó parte, las fatigas que "padecieron en la vasta Troya argivos y teucros, por la voluntad de los dioses". (35) Al revocar directamente un pasado muy reciente, amenazan, con la irresistible promesa de placer con que se anuncia y es escuchado su canto, el orden patriarcal que restituye a cada uno su vida sólo a cambio de su entera duración temporal. Quien cede a los artificios de las sirenas está perdido, pues únicamente una constante presencia de espíritu arranca a la existencia de la naturaleza. Si las sirenas saben todo lo que acontece, piden en cambio el futuro, y la promesa del alegre retorno es el engaño con que el pasado se adueña del nostálgico. Odiseo es puesto en guardia por Circe, la diosa que retransforma a los hombres en animales: él ha sabido resistírsele y ella, en compensación, lo pone en condiciones de resistir a otras fuerzas de disolución. Pero la tentación de las sirenas sigue siendo invencible, y nadie puede sustraerse a ella si escucha el canto. La humanidad ha debido someterse a un tratamiento espantoso para que naciese y se consolidase el Sí, el carácter idéntico, práctico, viril del hombre, y algo de todo ello se repite en cada infancia. El esfuerzo para mantener unido el yo abarca todos los estadios del yo, y la tentación de perderlo ha estado siempre unida a la ciega decisión de conservarlo. La ebriedad narcótica, que hace expiar la euforia en la que el Sí permanece como suspendido en un sueño similar a la muerte, es una de las antiquísimas instituciones sociales que sirven de mediadoras entre la autoconservación y el autoaniquilamiento, una tentativa del Sí para sobrevivirse a sí mismo. La angustia de perder el Sí, y de anular con el Sí el confín entre sí mismo y el resto de la vida, el miedo a la muerte y a la destrucción, se halla estrechamente ligado a una promesa de felicidad por la que la civilización se ha visto amenazada en todo instante. Su camino fue el de la obediencia y el trabajo, sobre el cual la satisfacción brilla eternamente como pura apariencia, como belleza impotente. El pensamiento de Odiseo, igualmente hostil a la propia muerte y a la propia felicidad, sabe todo esto. Conoce sólo dos posibilidades de salida. Una es la que prescribe a sus compañeros. Les tapa las orejas con cera y les ordena remar con todas sus energías. Quien quiere perdurar y subsistir no debe prestar oídos al llamado de lo irrevocable, y puede hacerlo sólo en la medida en que no esté en condiciones de escuchar. Esto es lo que la sociedad ha procurado siempre. Frescos y concentrados, los trabajadores deben mirar hacia adelante y despreocuparse de lo que está a los costados. El impulso que los induciría a desviarse es sublimado -con rabiosa amargura- en esfuerzo ulterior. Se vuelven prácticos. La otra posibilidad es la que elige Odiseo, el señor terrateniente, que hace trabajar a los demás para sí. Él oye pero impotente, atado al mástil de la nave, y cuanto mas fuerte resulta la tentación más fuerte se hace atar, así como después también los burgueses se negarán con mayor tenacidad la felicidad cuando -al crecer su poderío- la tengan al alcance de la mano. Lo que ha oído no tiene consecuencias para él, pues no puede hacer otra cosa que señas con la cabeza para que lo desaten, pero ya es demasiado tarde: sus compañeros, que no oyen nada, conocen sólo el peligro del canto y no su belleza, y lo dejan atado al mástil, para salvarlo y salvarse con él. Reproducen con su propia vida la vida del opresor, que no puede salir ya de su papel social. Los mismos vínculos con los cuales se ha ligado irrevocablemente a la praxis mantiene a las sirenas lejos de la praxis: su tentación es neutralizada al convertírsela en puro objeto de contemplación, en arte. El encadenado asiste a un concierto, inmóvil como los futuros escuchas, y su grito apasionado, su pedido de liberación, mueren ya en un aplauso. Así el goce artístico y el trabajo manual se separan a la salida de la prehistoria. El epos contiene ya la teoría justa. El patrimonio cultural se halla en exacta relación con el trabajo mandado, y uno y otro tienen su fundamento en la condición ineluctable del dominio social sobre la naturaleza.
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